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Friday, May 20, 2016

El horror instagrameado


Todo muy normal...

Tratá de dormir después de esto...
La escena podría ser de una comedia costumbrista a lo Suar. Familia numerosa, cumpleaños, música, jóvenes bailando. Sin embargo, existe un quiebre que transforma la placidez en otra cosa. Por detrás de escena, un personaje se agencia de un globo y un pedazo de torta, y sale. Es un coronel retirado, al que le falta un brazo, y que tiene especial devoción por la violencia y el terror, además de aparentes conexiones con el poder muy vigentes. A partir de ahí, una de las escenas más poderosas que ha dado la televisión argentina en el último año, y que, confieso, todavía me persigue.
 Uno de los aciertos de Historia de un clan, es,
 justamente, ese; no sólo intenta ser una recreación ficcional - y qué inmenso problema tienen los sabelotodos wikipedianos de los comentarios online con esa caracterización, che! - de los crímenes del clan Puccio, sino que, a su vez, aprovecha esa libertad para jugársela con momentos de un lirismo visual absoluto, como éste a mi izquierda. La escena es aterradora, pero no sabemos bien por qué - bueno, sí sabemos, pero no hay nada a priori que nos lo indique - y ese es, de hecho, el poder que tiene, no sólo dentro de la narrativa de la serie, sino como metáfora cultural, si se quiere. En la escena no pasa mucho. Este personaje siniestro tararea una marcha fúnebre, mientras el secuestrado llora ante semejante visión. La violencia no es explícita, sino latente, y, de alguna manera, representa la cotidianidad del horror durante la dictadura, y la joven democracia. Tenemos la familia feliz arriba, y el horror siempre en el sótano (también, si quieren, pueden adentrarse en una lectura freudiana a lo Zizek con el tema de los espacios y el subconsciente; hoy a mí no se me da la gana). La serie, en definitiva, es un gran acierto del clan Ortega, famoso ya por sus coqueteos con la oscuridad - pensemos en Tumberos y el umbanda, por ejemplo - aunque también, todo sea dicho, en esa ambigüedad que les encanta mantener - no sólo la violencia está latente y presente, sino también la sexualidad en todos sus matices; incesto, estupro, violación, calentura lisa y llana - se les escapan ciertas referencias que quizás no sean obvias para un público más joven (y quizás no sea inocente tampoco; habría que ver qué vínculos tiene el papi Ortega con los milicos, ya que gran parte de su masiva carrera se desarrolló a la sombra de los apremios ilegales. En fin).

Esas referencias es el guante que levanta Trapero y las hace por demás explícitas en su película del mismo tema y del mismo año. En El Clan, no se escatiman escenas que muestren a Arquímedes Puccio en oficinas plagadas de militares durante el proceso, como tampoco se deja a la doble interpretación la conexión entre su impunidad y el visto bueno de la comandancia, al punto tal que se construye como hipótesis de caída del clan el haber secuestrado a alguien equivocado, es decir, a una persona que ya estaba en negocios con los militares, por lo cual era inaceptable que la codicia de Puccio la tocara. Durante este último secuestro, Puccio recibe una llamada de un "comodoro" que nunca se nombra más que por su rango en la película, intimándolo a que le diga si él tiene a la víctima y que si es así la libere. El secuestrador entiende que se ha excedido en su crédito de favores, y de alguna manera sabe que está desprotegido, pero el rescate, se supone, será el más grande de su historia, así que le parece un mal menor. La película, entonces, no se anda con vueltas para mostrar que el final del clan obedece a que los militares le sueltan la mano, y no a un secuestro mal hecho.
En serio, parece que esta gente existe.
Por lo demás, el horror está condensado en ese cuerpo medio muerto que rescatan del sótano, al que le dan de fumar y exhala por sí mismo el humo, sin poder siquiera usar los músculos faciales. Trapero, fiel a su estilo, nos da la versión sin edulcorante, desde lo narrativo pero también desde lo estético; acá los jóvenes son lindos pero no tanto - sin el exceso de lotería genética del que la serie hace gala -, los viejos tienen la edad que tienen que tener, y las esposas de años no son Cecilia Roth.
Trapero, además, no se detiene en las crisis ni los vaivenes culpógenos de Alejandro Puccio, el hijo mayor - tiene menos tiempo, eso también es cierto, la película dura menos de dos horas, y la serie tiene 11 capítulos de 45 minutos cada uno - sino que va a la acción sin miramientos. Las mujeres, a diferencia de las de la serie, no son boluditas ensimismadas en su propia belleza, o en sus dudas homoeróticas, sino que perciben claramente lo que pasa en el sótano de su casa - otro detalle de hiperrealismo tan tremendo como verídico; la radio a todo lo que da durante días y noches, espejo de las que se usaban en los centros clandestinos de detención, de acuerdo con los testimonios del Nunca Más - , y piden explicaciones a los gritos, mientras Epifanía Puccio corta una pata muslo para "el tipo" que alimenta su marido. 

Todo esto viene a cuento por una fascinación - mía, ok, pero también bastante extendida, eh?- por los crímenes que podríamos llamar "híbridos"; es decir, no pertenecientes al terrorismo de Estado, o, al menos, no completamente. No es casual que dos producciones traten el mismo tema, más allá de quién haya primereado a quién, ni tampoco que se esté produciendo un musical sobre Yiya Murano, la célebre "envenenadora de Monserrat". Las revistas clásicas como Gente, devenida en la década del 90 a revista "del corazón", volvió a tener entre sus páginas las fotos de archivo de los Puccio, al hijo de Yiya, en incluso a una parodia de entrevista con Carlos Robledo Puch, que ni lerdo ni perezoso aprovechó la volteada y dijo que si salía la mataba a Cristina. No pudo ser, Carlitos, pero no deja de erizarme los pelos tu lectura de la realidad nacional.
No me extrañaría para nada que la próxima sea la historia de Carlos, y aquí les dejo el casting solucionado, por cierto:
Si a este pibe no lo ponen a hacer de Robledo yo ya no sé...
Durante las primeras décadas en democracia, yo me acuerdo, hubo programas de alto contenido dramático, como Atreverse, de Fulanas y Menganas, entre otros, en los que los conflictos tenían que ver con asumirse, re-definirse en esta nueva época en la que parecía que se podía hablar de todo todo el tiempo. Me acuerdo, por ejemplo, que uno de los capítulos era sobre una madre y una hija solterona, y el gran pico dramático era cuando la madre le preguntaba a la hija si era virgen. Esos eran los temas escandalosos, las mujeres maduras y su himen o su falta. Durante los noventa hubo una serie llamada Sin condena, en la que se teatralizaban crímenes que habían escapado la mano judicial, o, una vez que la serie tuvo éxito y hubo que seguir produciendo capítulos, aquellos casos que habían conmovido a la siempre presente "opinión pública".  Historia de un clan y El Clan parecieran seguir la posta y redoblar la apuesta, poniendo en escena la transición criminal y cultural de los ochenta, y abriendo de alguna manera el espacio para interrogar qué pasó - y pasa- con la complicidad civil y la mano de obra desocupada que dejó en el limbo la dictadura genocida. La violencia, en nuestro país, vende de una manera diferente a la de Tarantino, porque si bien se puede estilizar - a lo Ortega, con todo su elenco bellísimo, sus video clips insertados y sus filtros de instagram - no se puede separar del contexto político - lo que explicita más Trapero, aunque Ortega también hace guiños -, en el que la falta de garantías civiles alimentaba el sueño equitativo de alucinados como Arquímedes Puccio, quien se pensaba como un agente - individual y fervorosamente peronista, por cierto - de la redistribución de la riqueza, mediante el secuestro, la tortura y el asesinato. Quizás tengamos los psicópatas que nosotros mismos generamos.

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